Mentiras que se cuentan sobre el flamenco y que no se convertirán en verdad por mucho que se repitan
Hace unos días que tengo el blog descuidado, por así decirlo, o como por no quererlo decir, lo que viene a ser hecho unos zorros. Mantener una criaturita de esta índole, aparte de exigir un derroche de creatividad, de ganas e ilusión, requiere una alta dosis de autodisciplina que yo nunca he tenido. Vaya cosa que vienes a descubrir, picha mía.
En el Facebook de mis entrañas la cosa cambia. Ahí todo se mueve por impulsos. Te quedas embobado mirando la caja tonta de las preguntitas, ésa tan tonta que siempre pregunta lo mismo: Qué estás pensando. Y como caballito sin freno, serrana, que tengo yo el arranque, me pongo los manguitos de escribir cosas y ya no paro. Que qué estoy pensando, dice. Luego, cuando acabo, me doy cuenta de que, sea lo que sea lo que haya tecleado, acabará durmiendo perdido en la desmemoria del Caralibro, sin posibilidad de releerlo, de reeditarlo o, manque sea, destruirlo.
Por eso lo traslado hoy a este espacio, para que quede al menos archivado en el cajón de los exabruptos, pero todo ordenadito, con su colonia de baño y su rayita del pelo bien derecha. Y para recordarme a mí mismo que lo bien hecho, bien parece. Ahí va la primera parte, publicada el 12 de noviembre por la mañana.
Bueno, ya está bien. Son demasiados días sin decir ni mu.
Cansado de escuchar y no responder. Al que te diga que hay muchos tipos de flamenco, y que la administración pública ha de darle a cada uno su sitio. Repite conmigo:
¡Un mojón!
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